Durante los últimos siete años, he estado caminando las calles por la noche, los callejones, parques y “junglas” de Seattle, con el equipo del ministerio Operation Nightwatch (Operación Vigilancia Nocturna). Probablemente he conocido a más de 1000 de nuestros hermanos y hermanas que viven sin techo, y tengo el privilegio de llamar a muchos de ellos de “amigos”.

A mediados de marzo, cuando la pandemia del COVID-19 rápida y radicalmente transformó nuestra sociedad, preparé unos sándwiches y botellas de agua, me puse guantes de látex y un barbijo quirúrgico, y salí a visitar a más de una decena de mis amigos que viven al margen de nuestra comunidad. Quería escuchar cómo esta crisis global de salud les estaba afectando y conocer sus perspectivas.

Tristemente, las personas que viven en las calles están acostumbradas a las crisis. Es común escuchar historias de traumas, abuso, alejamiento y pérdida de seres queridos.

Por ejemplo, regularmente visito a una abuela que vivía en un barrio acaudalado antes de convertirse en víctima de la violencia doméstica y perder toda conexión con su familia y con su trabajo. “Es mucho mejor vivir en las calles que vivir en esa sofisticada casa con un esposo abusivo”, me cuenta.

Aun así y a pesar de estas pruebas — o tal vez a causa de ellas — mis amigos de la calle tienden a tener una impresionante fe y sensibilidad espiritual, y a menudo un gran conocimiento de las Escrituras. Me he beneficiado de muchos “mini-sermones de media noche”, y algunas de las más bellas oraciones que jamás escuché han sido pronunciadas en la oscuridad de estas reuniones — salmos modernos, tanto de lamentos como de alabanzas.

La incertidumbre y la precariedad que recientemente nos angustian no es nada nuevo para mis amigos. Ellos están acostumbrados a vivir día a día, confiados en que el Señor proveerá — normalmente a través de la ayuda de extraños y de donantes regulares que ya conocen.

Con dolorosa agonía, la pandemia y la terminología que surgió con ella, han puesto de manifiesto la existencia diaria de las personas sin techo. 

“¿Distanciamiento social?”  A ellos todos les evitan, la mayoría de las personas se mantienen a más de 6 pies de distancia de ellos.

“¿Trabajar desde casa?” Solo un sueño para quien no tiene ningún tipo de trabajo.

“¿Quédate en casa, mantente sano?” Sano es un término relativo, y sistemas inmunológicos comprometidos son la norma. Le expectativa de vida es de 54 años, 25 años menos que el residente promedio.

Superar esta crisis requerirá nuevos niveles de abnegación y de solidaridad social, y aquellos que viven en las calles tienen mucho que enseñarnos.

Un antiguo amigo me inspira con este sentido del bien común que expresa con su dicho favorito: “¡Lo mío es tuyo! — queriendo decir que todo lo que tiene es también de sus amigos. Qué refrescante contraste con lo que vemos en las noticias: personas acumulando comida y papel higiénico.

Le pregunté a otra amiga qué le gustaría decir a (los entonces) oficinistas del centro de la ciudad. Ella dijo: “Diles que, si pierden sus trabajos y se convierten en personas sin hogar, les ayudaremos a aprender cómo sobrevivir aquí. Estarán asustados, pero les daremos la bienvenida y les ayudaremos”.

Es un honor compartir lo que he oído de mis amigos. Seré yo, ¿o será que se escucha la voz de Jesús hablando a través de ellos?

Diácono Frank DiGirolamo es diácono permanente en la Arquidiócesis de Seattle.

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Noroeste Católico – Mayo 2020