En tercer grado, mi pupitre se encontraba cinco filas atrás. A mi maestro le encantaba usar el pizarrón, en especial para las matemáticas. No tardó en comenzar a preguntarse acerca de mi extraña mirada durante la clase. Como mi mamá trabajaba en la escuela, habló con ella y, antes de darme cuenta, ya estaba sentado frente a un optometrista. Dos semanas después, los anteojos estaban listos. Nunca olvidaré aquel día. Hasta ese punto en mi vida, me podía dar cuenta cuenta de que el mundo se veía de esa forma. Me quedé boquiabierto cuando me puse los anteojos por primera vez y miré el mundo alrededor, sus colores brillantes, la nitidez de los objetos distantes, tan claros como el cristal.

De camino a casa en el auto, mi mamá tuvo que aguantar mis imparables declaraciones: “¡Vaya! Puedo ver ese letrero desde aquí, ¿lo puedes ver tú?” A lo que mi mamá respondía amablemente, “Sí, Frank”, una y otra vez.

La visión. El don de la vista. Es algo que damos por descontado todos los días y que suele emplearse en la Escritura para describir la fe. La sanación de Jesús al ciego de nacimiento en el capítulo 9 del Evangelio según Sn. Juan, es tal vez el ejemplo más bello de todos. Luego de que Jesús le da la vista a ese hombre, vemos que el don de la vista de Jesús no está limitado a sus ojos. Ese hombre también obtuvo la vista espiritual que va creciendo al progresar el relato. Comienza por referirse a quien lo sanó como “ese hombre que se llama Jesús”. Su vista espiritual progresa cuando se refiere a Jesús como “un profeta”. 

Al final del relato, su vista espiritual es tan clara como el cristal cuando confiesa que Jesús es “el Señor”, un título reservado solo para Dios.

Sabemos que la vista que se nos da al nacer no es suficiente para ver a Dios. Necesitamos una vista distinta para ello: la vista que proviene de la fe. Por el bautismo, somos desafiados a ver el mundo de forma distinta debido a nuestra relación con Jesús. Somos pecadores y no es fácil. Se requiere la gracia y esta implica bastante trabajo.

Sin embargo, ¿qué pasaría si viéramos el mundo a nuestro derredor con los ojos de Jesús? ¿Veríamos a nuestros familiares, compañeros de trabajo o de clases de forma distinta si los viéramos con los ojos de Jesús? Amigos míos, ¿verían ustedes a la persona en el espejo de forma distinta si se vieran a ustedes mismos con los ojos de Jesús? Cuando miran al interior de sus corazones, ¿pueden ver la belleza que ve Dios?

Cuando abrimos nuestros corazones a Jesús, podemos obtener una nueva vista, no distinta a la de un alumno de tercer grado con anteojos nuevos. Sorprendidos por la gracia, podríamos incluso cantar espontáneamente: “O gracia admirable, qué dulce el sonido que salvó a un desdichado como yo. Alguna vez estuve perdido, pero ahora he sido encontrado, estuve ciego, pero ahora veo”.

Noroeste Católico – Febrero/Marzo 2023