Cuando pensamos en la Eucaristía, solemos fijar nuestra atención en Cristo, nuestro Señor. Es Él quien instituyó este sacramento en la Última Cena. Al comulgar, en verdad comemos el Cuerpo de Cristo y bebemos su Sangre.

Este segundo año del movimiento de Reavivamiento Eucarístico Nacional, convocado por los obispos de Estados Unidos, nos da ocasión de detenernos a contemplar, entender y apreciar más a fondo todo el misterio eucarístico. Al hablar del “misterio”, no me refiero a algo secreto e imposible de comprender. Hablo del sentido salvífico de este misterio, que podemos definir como “el plan de Dios para salvar a su Pueblo, trazado desde antiguo y que encuentra su cumplimiento en Cristo Jesús”. Si el Hijo de Dios encarnado instituyó la Eucaristía, es en principio, porque así lo dispuso su Padre. Y para poder llevar a cabo la transformación de la sustancia del pan y el vino en sus propios Cuerpo y Sangre, es necesaria la acción del Espíritu Santo. 

En efecto, es la Santísima Trinidad, en cada una de sus personas, que interviene en la Eucaristía. Esto se hace patente en el momento de la epíclesis para la transformación de las ofrendas:

Mientras estamos de rodillas, el celebrante junta sus manos y, manteniéndolas extendidas sobre las ofrendas, dice: “Por eso, Padre, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti...”. Junta las manos y traza el signo de la cruz sobre el pan y el cáliz conjuntamente diciendo: “...de manera que sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro...” y junta las manos de nuevo, concluyendo: “...que nos mandó celebrar estos misterios” (Misal Romano, Plegaria Eucarística III).

Si ponemos atención a las palabras del sacerdote durante esta epíclesis, podemos notar cómo pide a Dios Padre que envíe a Dios Espíritu Santo para que transforme el pan y el vino consagrados en el Cuerpo y Sangre de Dios Hijo. Es por eso que durante la epíclesis estamos de rodillas ¡Estamos siendo testigos de una teofanía eucarística! Dios Trino se manifiesta ante nuestros ojos en el altar en el momento sublime de la epíclesis para la transformación de las ofrendas. Arrodillándonos en este momento cumplimos con uno de los cuatro propósitos de la Misa, el latréutico, adorar a Dios (los otros tres consisten en pedirle a Dios, darle gracias y ofrecerle un sacrificio).

Cristo instituyó la Eucaristía para que la consumamos y así nos hagamos uno con Él y Él uno con nosotros. Por eso, más adelante en la Plegaria Eucarística encontramos una segunda epíclesis sobre los comulgantes: “...para que, fortalecidos con el Cuerpo y Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu. Que él nos transforme en ofrenda permanente...”

Reavivemos nuestra fe en la Eucaristía aprendiendo a contemplar cada detalle de la Santa Misa. En este caso, caer de rodillas ante Dios Trino que se manifiesta ante nosotros debe ser razón para estremecernos  de encanto.

¡Apasiónate por nuestra fe!