El 11 de junio en la solemnidad de Corpus Christi, celebramos el Cuerpo y la Sangre del Señor. Tan importante es para nuestra vida de fe saber encontrarnos con Cristo vivo en cada Misa, que aunque, día con día, la Iglesia celebra la Eucaristía, dedica un día al año para resaltar el centro de nuestra celebración, el centro de nuestra vida de fe, el centro de nuestra existencia (Lumen Gentium, 11).

En la consagración, el Padre envía al Espíritu Santo para que convierta pan y vino con agua en el Cuerpo y Sangre del Señor. Hay un detalle que solemos perder de vista: no es solo Cuerpo de Cristo. No es solo Sangre del Señor. Es un Cuerpo que tiene el propósito de ofrecerse en sacrificio y es una Sangre que tiene el fin de derramarse por nuestra salvación. La celebración de la Santa Misa es la celebración del Sacrificio Eucarístico.

Entender el vínculo del sacrificio de Cristo con la necesidad de que pan y vino con agua sean convertidos en su Cuerpo y Sangre nos ayuda a valorar por qué resulta vital para nuestra existencia el encuentro con Cristo Eucaristía.

En la oración colecta, que rezamos al inicio de la santa Misa en esta solemnidad, le pedimos al “Señor nuestro Jesucristo, que en este admirable sacramento nos dejaste el memorial de tu pasión, concédenos venerar de tal modo los sagrados misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos continuamente en nosotros el fruto de tu redención”. En la cláusula anamnética de esta oración, podemos ver el vínculo intrínseco que tiene el sacramento de la Eucaristía con la pasión del Señor: “en este admirable sacramento nos dejaste el memorial de tu pasión”.

Cristo no puede ofrecer su vida muriendo en una cruz, si primero no instituye la Eucaristía. ¿Por qué no? Porque Cristo morirá por todos nosotros, para pagar por todos nuestros pecados y que nosotros no muramos. Y luego, resucitará para que todos podamos tener vida eterna. Cristo debe, pues, llevarnos con Él a la cruz de alguna forma, para poder morir en nuestro lugar. Necesita pues, que estemos en comunión con Él y para ello, el Espíritu Santo transforma pan y vino con agua en su Cuerpo y su Sangre para que los consumamos y al comerlo, sea perceptible para nosotros que Cristo entra en nuestro interior y que estamos entonces en comunión con Él.

Pero Cristo no se ofrece solo. En cada santa Misa, ofrecemos nosotros también nuestra propia vida en sacrificio a nuestro Padre. Ese pan, ese vino y esa agua, que se presentan a Dios en el altar, representan nuestra vida misma. Y el Espíritu Santo transforma esos símbolos de nuestra vida en el mismísimo Cuerpo y en la mismísima Sangre de Cristo, para que Él se ofrezca al Padre con la perfección que nosotros solos seríamos incapaces de lograr. Así ejerce su ministerio como Sumo Sacerdote.

Pidamos al Señor que al celebrar su Cuerpo y su Sangre, aprendamos nosotros mismos a ser para los demás pan que se parte y vino que se derrama.¡

Apasiónate por nuestra fe!