En Pentecostés celebramos el día en que el Espíritu Santo descendió sobre María y los Apóstoles, quienes comenzaron a anunciar el Evangelio en todas las lenguas para que todos comprendieran.

Siguiendo esta serie especial en que he venido explicando la Eucaristía desde un punto de vista litúrgico, en el contexto del segundo año del Reavivamiento Eucarístico Nacional, con el cual buscan los obispos de Estados Unidos que nuestra Iglesia recupere la fe que ha perdido en la Presencia Real de Cristo, conviene reflexionar sobre el papel determinante que juega el Espíritu Santo en la Misa para hacer real esta presencia.

En la primera epíclesis, la Iglesia pide al Padre que envíe su Espíritu Santo sobre el pan y el vino con agua, para que se conviertan por su poder, en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo.

Nos arrodillamos ante Dios mientras el sacerdote impone las manos sobre el pan y el vino mezclado con agua, que simbolizan nuestra propia vida, que ofrecemos a Dios como sacrificio personal en cada Misa. Pero, ¿nos damos cuenta de lo que sucede cada vez que el sacerdote pronuncia la oración epiclética?

El mismo Espíritu que procede del Padre y del Hijo, el mismo Espíritu que aleteaba sobre las aguas en la Creación; el mismo Espíritu que habló por los profetas en el Antiguo Testamento; el mismo Espíritu que cubrió con su sombra a la Virgen y la dejó encinta con el Verbo de Dios encarnado; el mismo Espíritu que descendió del cielo cuando Jesús fue bautizado en el Jordán; el mismo Espíritu que lo empujó al desierto para ser tentado y que lo inspiró para vencer las tentaciones del Maligno; el mismo Espíritu que en la Última Cena transformó el pan que Jesús bendijo y partió en su Cuerpo y el vino en su Sangre; ese mismo Espíritu que en Pentecostés irrumpió en la casa donde se encontraban María y los Apóstoles y los iluminó para que hablaran todas las lenguas y pudieran anunciar el Evangelio; ese mismo Espíritu, cada vez que el sacerdote impone sus manos en la Santa Misa sobre ese pan y ese vino mezclado con agua, es enviado por Dios Padre y los transforma verdaderamente en el Cuerpo y en la Sangre del Señor.

El Espíritu Divino, siempre presente y actuante en la historia del Pueblo de Dios, realiza la transubstanciación en nuestro altar y ante nuestros propios ojos. Creer en el Espíritu Santo implica, por fuerza, creer que Cristo está presente en la Eucaristía. No hay más.

Pidamos a nuestro Padre que, este Pentecostés, envíe su Espíritu no solo sobre las hostias y los cálices que serán consagrados en cada misa a lo largo y ancho de nuestro país, sino que lo envíe también para que irrumpa con fuerza en nuestros corazones y nos haga creer de nuevo que es cierto, que Cristo está presente en ese pan que ya no es pan y en ese vino que ya no es vino, sino su Cuerpo que ofrece  y su Sangre que derrama por nuestra salvación.

¡Apasiónate por nuestra fe!

Northwest Catholic – Abril/Mayo 2024